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Categoría: Orgías

Me gustan las enotecas

DANIELA
Luego de dejar a sus hijos en el exclusivo colegio donde pasarían todo el día, Daniela condujo la camioneta hacia el hipermercado próximo a la Panamericana donde proyectaba hacer compras y matar el resto de las horas recorriendo las tiendas de las grandes marcas. Realmente la cotidiana rutina de sus quehaceres ya comenzaba a aburrirla; casada con un reconocido empresario, a los treinta y cinco años vivía en la misma soledad que su madre viuda.
Con dos hijos preadoslescentes, sus obligaciones eran pocas, ya que de la casa se ocupaba el ama de llaves que los acompañaba desde los primeros días de casamiento. Procedentes de Mendoza, no tenía amigas de la infancia con quien compartir intimidades y las pocas que había hecho en estos últimos cinco años que vivían en Buenos Aires, después de los primeros tiempos en que agotaron sus respectivos anecdotarios de vida, se distanciaron paulatinamente, en parte porque cada una tenía sus propios problemas y también por su reciente mudanza a San Isidro.
Simulando que estaba ocupada, perdía tiempo controlando innecesariamente cosas en la extensa propiedad y ponía un freno a los reclamos de su cuerpo agotándose en largas sesiones de gimnasia o poniendo énfasis en las clases de boxeo que le permitían descargar tensiones. También el hipismo le proporcionaba cierta distensión, gracias a su contacto con los caballos y la naturaleza. Pero todo ese desgaste de energía no alcanzaba para distraerla del recurrente apremio de sus fantasías sexuales y no era porque Aníbal faltara a sus obligaciones maritales.
Cierto era que, casados hacía quince años y con dos hijos como lastre, la pasión había sido reemplazada por la concordia, la tolerancia y la habitualidad, pero aún así, a pesar de sus casi cincuenta años, su marido ponía lo mejor por complacerla en la cama.
En realidad, si algo extraño sucedía era por su culpa; no habiendo conocido a otro hombre que Aníbal, un perverso interés por los atributos físicos de otros hacía cinco o seis años que comenzara a rondar en su mente y las vacaciones en la playa no habían contribuido a refrenar su afán cuando, escondida tras los lentes ahumados, espiaba con gula los bultos prominentes bajo las mínimas yungas y ajustados boxer de los jóvenes que pululaban al sol.
Tampoco su concurrencia al gimnasio la libraba de esa tentación, ya que la corpulenta musculatura de los atletas la atraía y sólo su pudoroso recato de mujer casada le impedía que ella misma ejecutara el acoso. Aquel día se había despertado particularmente ansiosa, con un histérico y sordo reclamo pulsando en el fondo de sus entrañas que, aunque lo quisiera, no podría ser satisfecho por su marido, ya que aquel se encontraba en viaje de negocios fuera del país.
Antes de entrar al supermercado, decidió pasar por la vinoteca del shopping, ya que su marido le había pedido si le podía conseguir algunas botellas de aquel riquísimo vino Rioja, llamado Paternina. Como buena mendocina y siendo ella misma amante de los buenos vinos, recorría lentamente el hemiciclo donde se exhibían las botellas paladeando mentalmente y de acuerdo a sus conocimientos cada una de las distintas variedades. Cuando se encontró frente a las delgadas botellas del que buscaba, extendió el brazo para tomar una de ellas y sus dedos se vieron cubiertos por la fuerte y velluda mano de un hombre.
Instintivamente, los dos las retiraron con presteza y mirándose sorprendido por la coincidencia, ensayaron reciprocas disculpas en medio de alegres sonrisas. Comentando la casualidad de la elección simultánea, derivaron a conversar sobre las cualidades del sabrosísimo vino tinto español y terminaron intercambiando recomendaciones de algunos vinos difíciles de conseguir. Charlando animadamente, pasaron por la caja en la que Daniela dejó su número de cliente para que le enviaran el pedido a domicilio y una vez fuera del local, tomándola confianzudamente del brazo, él la convidó a tomar un café.
Instalados en el patio de comidas, Daniela cayó en la cuenta de que era la primera vez que aceptaba la invitación de un desconocido y, presuponiendo un espíritu de conquista en esa actitud, se puso desenfadadamente cachonda, pero sin entrar en la desfachatez que ese cosquilleo en el bajo vientre le proponía.
El hombre era indudablemente atractivo; de no mucho más que cuarenta años, vestía sencillamente de sport, con una remera de marca costosísima y unos jeans no demasiado ajustados que realzaban el largo y contundencia de sus piernas. Musculoso pero sin entrar en la grosería, esa fortaleza se veía reflejada en los fuertes rasgos de su cara, equilibrados y agradables pero sin entrar en una belleza anormal para un hombre.
A pesar de su inexperiencia para el coqueteo, se daba cuenta de la trama de seducción que el hombre estaba tejiendo a su alrededor. Eso no sólo no la disgustó sino que se sintió halagada por despertar aun ese tipo de pasiones y se dejó llevar, mintiéndose a sí misma que ignoraba cuál sería la consecuencia del asedio. Cediendo a sus impulsos, tomando como una válvula de escape a su angustia esa conversación, pasó a planos más privados que la enología y durante dos largas horas que a ella le parecieron segundos, confió al desconocido toda su vida y entró en detalles íntimos que jamás confesara a nadie, ni siquiera a su marido, causante involuntario de sus histéricas fantasías.
Fingiendo indiferencia y pese a su propósito de pasar el día en el lugar, acompañó al hombre camino al estacionamiento para, con un desparpajo que no sentía, cuando él abrió gentilmente la portezuela del automóvil acomodarse en la lujosa butaca de cuero del Rover. Con la cabeza apoyada en el asiento, como si fuera habitual en ella, simuló una indiferente aquiescencia cuando el vehículo entró en la autopista y se dirigió hacia la zona donde abundaban los hoteles por hora.
Como si los temas de conversación estuvieran agotados o sobraran las palabras inútiles, guardaron un silencio de implícita complicidad hasta que estuvieron dentro de la habitación. Daniela jamás había concurrido a uno de aquellos hoteles y, en principio le disgustaron las chabacanas referencias indirectas con la sexualidad.
Aparentemente, el hombre había elegido una de las mejores habitaciones y en realidad se trataba de una pequeña suite en la que, además de la enorme cama rodeada por espejos hasta en el techo, descendiendo unos escalones de mármol se accedía a un jacuzzi de regulares dimensiones y a un duchador totalmente acristalado. También se veían dos grandes pantallas de video en las que se proyectaban imágenes de hombres y mujeres sosteniendo relaciones y sonaba una delicada música sensual que sugería cierto erotismo.
Nada de aquello le pareció extraordinario sino incitante por lo desconocido pero lo que realmente la disgustó fue aquel olor a desinfectante propio de los hoteles baratos y que en este caso se acentuaba más. No quería dar la impresión de ser una pacata pero tampoco mostrarse como una mujer fácil acostumbrada a aquellas lides.
Obedeciendo la invitación del hombre, abandonó su bolso en un sillón y desabotonó rápidamente la hilera de botones de su vestido floreado para dejar ver la delicadeza de su ropa interior, de blanco y fino brocado. Se disponía a desabrochar el corpiño cuando las manos ágilmente diligentes del hombre se le adelantaron y, despojándola del sostén, dejaron al descubierto la solidez de sus senos. Instintivamente llevó las manos al pecho para cubrirse, pero el hombre, asiéndola desde atrás, la atrajo hacia él apresando los pechos y sobándolos con apremiante ternura.
Nunca nadie que no fuera Aníbal había poseído sus senos y sentir esas fuertes manos estrujándolos suavemente puso una acongojada sequedad en su garganta. Al tiempo que el hombre besaba apasionadamente su cuello, apreció la desmesura de un pene semi erecto restregando la hendedura de las nalgas. Esa actitud expectante confundió al hombre, quien tomándola como beneplácito, la arrastró consigo hasta la cama y sentándose en el borde, la hizo arrodillarse frente a él. Abriendo las piernas, exhibió la casi rígida contextura de la verga y con sus manos arrimó perentoriamente pero sin violencia la cabeza de Daniela hacia ella.
Aunque la felación no era su especialidad, los quince años de matrimonio la habían hecho ducha en aquello de satisfacer oralmente a un hombre para evitar que consumara el coito o, por lo menos, eso funcionaba con Aníbal. Abriendo más las piernas para que sus rodillas no sufrieran tanto, quedó casi sentada sobre sus talones y, agachando la cabeza, alojó la boca sobre la redonda y arrugada protuberancia de los testículos mientras su mano aferraba la tumefacta barra de carne, acariciándola para conseguir su erección total.
Mientras lamía y chupeteaba al escroto, cobraba cabal conciencia de lo excitada que estaba y su cuerpo se manifestaba como cuando joven tenía necesidades urgentes, fruto de su abstinencia de chica soltera. El masturbar a un desconocido ponía una cuota de lujuria que desconocía a sus sensaciones y entonces, la lengua tremolante y los labios succionadores iniciaron un lento periplo a lo largo del tronco dando lugar con la abundante saliva que dejaba escurrir por la boca al cómodo deslizarse de la mano con la cual no competían sino que se complementaban. Satisfecho al parecer con su habilidad, el hombre se recostó apoyado en los codos mientras contemplaba el accionar de Daniela en su pene.
Esta estaba francamente sobre excitada y presentía que aquella experiencia iba a ser única, tanto por la forma en que su cuerpo respondía a los estímulos del sexo como por el tamaño que iba adquiriendo paulatinamente esa verga cuya dimensión superaba largamente a la de su marido. La lengua vibrante fustigaba la piel enrojecida para que los labios luego sorbieran los restos de saliva en prietas succiones con las que circundaba todo el falo.
Dejando a dos de sus dedos ceñir la parte baja del pene en una lenta rotación, la lengua se esmeró en someter al surco desprovisto de prepucio al azote de su punta inquisitiva para luego, como una meta largamente anhelada, dedicarse a lamer la tersa piel del ovalado glande hasta cubrirla totalmente de saliva y entonces, como premio a tal esfuerzo, los labios envolvieron la cabeza y comenzaron a succionarla.
Por un momento alejó la boca de la verga y la mano inició un lento recorrido que la llevaba desde la base hasta la irritada punta a la que rodeaba en un movimiento giratorio envolvente resbalando sobre la saliva y luego bajaba por el tronco para reiniciar la estimulante masturbación. En la medida en que ella iba acelerando el ritmo de la mano, el hombre la incitaba a que lo hiciera alcanzar la eyaculación y la sola referencia de lo que aquello suponía, terminó de eliminar los últimos restos de inhibición.
Abandonando por unos instantes el miembro masculino, asió sus largos y lacios cabellos en un haz para formar con él un prolijo rodete que le permitiera desenvolverse sin obstáculos. Ensayando una prometedora sonrisa, miró al hombre a los ojos y luego, abriendo su boca con progresiva desmesura, introdujo el glande en la boca ciñendo sus labios alrededor del surco para comenzar una fuerte succión en la que hundía sus mejillas al tiempo que la cabeza iniciaba un corto vaivén en tanto la mano volvía a someter al tronco a fuerte restregar.
Subyugada como nunca lo había estado, Daniela ponía un denodado empeño en la succión y, lentamente, el falo fue introducido en la boca resbalando sobre la lengua. Sus quijadas se habían ido adaptando a la exigencia que le proponía en grosor del falo y la boca se deslizó por él hasta que, conjuntamente con un atisbo de arcada, sintió como sus labios tomaban contacto con el velludo pubis del hombre.
Raspando delicadamente la piel del falo con el filo de sus dientes, fue extrayéndolo lentamente y reinició el vaivén que lo introducía solamente en parte y la mano complementaba a la boca. Cada tres o cuatro de esas cortas chupadas, volvía a introducirlo totalmente mientras meneaba la cabeza, enloqueciendo con aquello al hombre que ya no se contentaba con emitir roncos rugidos sino que la incitaba a ser aun más violenta al tiempo que la trataba de yegua, perra y prostituta, lo que lejos de ofender a Daniela, puso un inequívoco afán por darle la razón con sus acciones.
Cuando el hombre le anunció la proximidad de su eyaculación, aferró con ambas manos la verga y clavando las uñas sobre la piel inflamada, inició un vehemente vaivén, en tanto la boca se empeñaba en succionar apretadamente la punta del falo, sintiendo ella misma el profundo escozor que martirizaba sus entrañas. El hombre bramaba, rugiendo de contento y entonces, una catarata de esperma fue cayendo entre los labios en impetuosos chorros que ella recibió alborozada, deglutiendo con voracidad el blanquecino pringue, acelerando el vaivén mientras chupaba con angustiosa premura y cuando la mayor parte del semen cesó de brotar, ella separó la boca para recibir los cremosos remezones y lamer los últimas gotas que rezumaban de la uretra, acariciando con los dedos el palpitante falo.
Como si aquel orgasmo del hombre los hubiera liberado de cualquier prevención, ella aceptó la invitación del desconocido y ocupó su lugar. Hundiendo su cabeza entre las piernas de Daniela, el hombre aspiro con fruición el olor que despedía la entrepierna y la lengua recorrió el recamado bordado de la bombacha, saturada de los jugos vaginales de la mujer. Los labios colaboraron sorbiéndolos y dos dedos estregaron suavemente el refuerzo interior contra los labios de la vulva, hasta que la impaciencia del hombre lo llevó a alzarle las piernas y desprenderla de la prenda. Luego de hacerlo, asió sus rodillas con las manos y separó ampliamente las piernas.
Alucinado por el espectáculo de aquel sexo cubierto por una cortísima alfombra rectangular de recortado vello, lamió desde las rodillas los torneados muslos, deslizándose sobre ellos en cortos y amenazadores vaivenes hacia el sexo que no terminaban de concretarse y que ponían un suspiro de angustiosa espera en Daniela cuyas carnes temblaban inconscientes por el deseo.
La boca se aventuró por los alrededores, se hizo dueña en las canaletas de las ingles y escarceó un poco entre el hirsuto vello púbico. Luego, como remisa, exploró la elevada meseta de la vulva que mostraba un subido rubor y, finalmente, la punta de la lengua recorrió lánguidamente los bordes oscurecidos de la raja de arriba abajo, provocando estremecimientos convulsivos en la mujer que se veía atravesada por intensas descargas eléctricas.
Separando con los pulgares los labios mayores de la vulva, dejó al descubierto la maraña de los retorcidos pliegues interiores, húmedos y ennegrecidos por la afluencia de sangre y, flameante como la de un áspid, la lengua se abalanzó sobre ellos fustigándolos con dureza y consiguiendo que las aletas que se abrían como una mariposa devinieran en carnosas crestas. Succionándolas entre los labios, las estiraba y sacudía la cabeza como si pretendiera arrancarlas mientras Daniela alzaba la cabeza para observar como él se ensañaba en su sexo y los ojos cruzaron miradas de lujuriosas propuestas.
Era tal la excitación de la mujer, que envió una de sus manos a martirizar al clítoris en rapidísimo estregar de los dedos en forma circular y eso le provocó tanto placer que no podía refrenar los gemidos angustiosos que brotaban de su pecho. El goce conjunto se hacía acompasado e intenso y entonces, la boca del hombre desplazó a los dedos, adueñándose del pequeño pene femenino. La lengua trepidaba en el hueco debajo del capuchón al que el dedo pulgar sometía desde arriba, alternándose con la fuerte succión que le infligían los labios.
Con los dientes apretados y sacudiendo la cabeza, Daniela emitía sonoros ayes y una delgada chirlera de baba escurría por la comisura de sus labios. Gemidos que aumentaron cuando el hombre introdujo dos dedos dentro de la vagina curvándolos en forma de gancho y, dándole un giro de ciento ochenta grados a la muñeca, rastrilló dolorosamente todo el canal vaginal en un simulacro de coito que terminó por enloquecer de placer a Daniela que, inconscientemente apoyó sus piernas en los hombros del desconocido, utilizándolas para darle impulso a sus caderas, buscando el goce de una penetración aun mejor.
Viendo su desesperación, el hombre se incorporó y tomando sus rodillas con las manos, separó las piernas hasta un punto que le resultó doloroso y entonces la verga, no del todo rígida, fue penetrando lentamente la vagina. El falo era sólo un poco más grande que el de su marido, tal vez un poco más largo, pero Daniela le atribuyó dotes tales que, tal vez por tratarse de la primera vez en que un extraño la poseía, su paso le hacía sentir como si un ariete ardiente fuera separando sus carnes, elevando el nivel sensorial de la vagina.
Aferrando entre sus dedos la tela del cobertor, hundió sus hombros en la cama y esperó a pie firme la arremetida del hombre. Cuando su pelvis encontró contacto con los labios dilatados del sexo, inició un lento vaivén que la crispó por la excitación que aquel roce le provocaba. Cuando la verga comenzó a deslizarse con cierta comodidad sobre el colchón de mucosas que lubricaba las carnes, el hombre le encogió las piernas hasta colocarlas a cada lado de su cuerpo y la penetración se hizo total.
Asiendo sus piernas para mantenerlas encogidas, acompasó el inicial ondular de su cuerpo al ritmo del hombre y durante un rato se agotaron en una cadenciosa cópula que instaló en los riñones de Daniela una imperiosa gana de orinar y ese escozor se trasladó a su nuca, como preámbulo del orgasmo que avanzaba incontenible en sus entrañas. Alentando al hombre de viva voz para que no cejara en su empeño, unió sus piernas para incrementar la intensidad del roce y pronto sintió como una catarata incontenible se desplomaba por sus ríos internos rompiendo los débiles embalses que se le oponían, recibiendo la líquida eyaculación en medio de agónicos gemidos de satisfacción.
Si bien ella había alcanzado ese alivio circunstancial, el hombre estaba lejos de ello y, a pesar del relajamiento en que Daniela había caído, abrió sus piernas sosteniéndolas una vez más por los tobillos e incrementó el hamacarse del cuerpo, haciendo que en la mujer renacieran las ganas de proseguir con el coito. Cuando se hizo evidente que ella volvía a estar tan excitada como al principio, él la hizo encoger una pierna junto al pecho y aferrando a la otra la alzó, enderezándola contra su cuerpo. Así, medio de costado y medio boca arriba, la verga parecía conseguir penetrarla aun más hondamente y su punta se sentía arañando las paredes del cuello uterino.
A pesar de los años de matrimonio, Daniela ignoraba casi todo del sexo, ya que había sido su marido quien le diera el primer beso, introduciéndola paulatinamente a las caricias y los toqueteos que culminarían con su desfloración. Falta de otro maestro que él, obedeció ciegamente sus indicaciones para la práctica sexual pero, ayuna de toda experiencia anterior, le era imposible saber si lo que a ella le satisfacía tanto era verdaderamente lo indicado para hacerla gozar y si su marido era tan hábil y potente como ella suponía. Con el tiempo y en la medida que la rutina fue convirtiendo el sexo en una habitualidad periódica, se conformó con aquello y ella creía que todo se reducía a las tres posiciones básicas que practicaban.
El goce que experimentaba con aquella posición en la que el hombre retorcía su cuerpo para que ella quedara con sus pechos casi rozando la colcha, le resultaba imposible de describir y apoyándose en su brazo derecho, inclinó aun más el cuerpo, haciendo que la grupa se proyectara al aire y el falo la penetrara con total comodidad. Progresivamente, el desconocido, sin dejar de penetrarla ni por un momento, fue acomodando su cuerpo para quedar acostado detrás y debajo de ella, con lo que el ángulo de la verga doblada se hacía casi imposible de soportar. Encontrando un ritmo, el hombre la poseyó duramente en esa posición, mientras con las manos sobaba y estrujaba sus senos bamboleantes.
El falo raspaba con rudeza aquel abultamiento en la cara anterior de la vagina que se convertía en disparador de sus deseos más salvajemente primitivos. Conduciendo una mano al clítoris, lo restregó con apasionamiento y pronto dos de sus dedos acompañaron a la verga dentro de la vagina. Sorprendida ella misma de esa creatividad sexual instintiva, se dejó arrastrar a tan placentera práctica del sexo.
Daniela disfrutaba tanto como el hombre en aquella posición, con los ojos cerrados y la boca abierta en gimiente súplica muda y entonces, él fue dejándose caer de espaldas en la cama, acomodándola para que ella quedara ahorcajada sobre él. Apoyada en las rodillas semi alzadas del hombre, las aferró con sus manos y comenzó a hamacar la pelvis adelante y atrás, sintiendo como el falo se movía en su interior raspando deliciosamente sus carnes y, deseando sentirlo aun mejor, imprimió a sus caderas un movimiento giratorio que, sumado al anterior la hizo desmayar de placer al sentirlo socavando la vagina en direcciones aleatorias
El hombre rugía de placer y mientras una mano castigaba sus nalgas con violentas cachetadas, la otra llevo al dedo pulgar cubierto de saliva a hurgar delicadamente en el ano. Aun a su edad, Daniela conservaba virgen esa zona no habiendo permitido jamás que su marido la penetrara, aunque aquel lo había intentado una vez en los primeros tiempos de matrimonio pero desistido ante su violento rechazo que había cortado de cuajo una noche de sexo y provocado una de las primeras peleas del matrimonio. Posteriormente, como resultado del festejo de los diez años de casados y encontrándose bastante ebria, él había alcanzado a introducir parte de la cabeza del pene pero ella había reaccionado aun con más iracundia que la primera vez y lo había castigado con quince días de un mutismo total.
Ahora, quizás a causa de lo aventurado de la relación o porque ella secretamente fantaseaba con aquello, sintió la necesidad de que el hombre continuara con tal acción y moviendo lujuriosamente las nalgas, contribuyó a que él fuera hundiendo el dedo entre los esfínteres apretados que, ante ese contacto, cedieron fácilmente y el pulgar penetró en su totalidad la tripa. Ni en sus mayores momentos de excitación hubiera siquiera imaginado lo que esa mínima cópula podría ocasionarle, ya que sumada a la potente acción de la verga en sus entrañas, la introducía a una dimensión desconocida del goce.
Comprendiendo lo necesitada que estaba la mujer de experimentar las sensaciones que provoca el verdadero sexo, el hombre salió de debajo acuclillándose detrás, y mientras empujaba su torso para que quedara con los senos contra el acolchado, apoyó el pene empapado de sus mucosas sobre el ano y empujó. El nuevo placer no la había preparado para que tan enorme barra de carne la sodomizara y el avance del falo dentro del recto le provocó un alarido que no pudo reprimir. El dolor había nublado su vista con un telón rojizo en el que comenzaron a estallar fogonazos de luces multicolores que terminaron cegándola. Gimiendo ruidosamente en estertores agónicos, creyó distinguir mezclada con el sufrimiento una nueva sensación que llevaba las fronteras del goce a una dimensión de lo inefable.
Al iniciar el hombre un leve balanceo, la verga confirmó a Daniela su aserto. En la medida que el miembro se deslizaba dentro de la tripa, las sensaciones de euforia se multiplicaban en su pecho y apoyándose firmemente en los codos, imprimió un mecimiento al cuerpo que se adaptó al ritmo cadencioso con que él la penetraba. Ahora comprendía a aquellos masoquistas que disfrutaban con el dolor, ya que ese martirio al que el hombre la sometía se metamorfoseaba, convirtiéndose en una deliciosa sensación que provocaba su incontinencia.
Incapaz de dominarse, incrementó el empuje de su cuerpo mientras insultaba al hombre con palabras groseras que habitualmente no utilizaba, invitándolo a que le penetrara más y mejor. El sudor cubría su cuerpo y se deslizaba en diminutos arroyuelos que convergían hacia los pechos que oscilaban violentamente y en sus muslos sentía las cosquillas de la mezcla de este con los jugos que excedían la vagina. Obnubilada totalmente y con la revolución orgásmica a punto de estallar en su vientre, gorgoriteaba su satisfacción ahogada por la espesa saliva que llenaba su garganta, cuando el hombre sacó la verga del ano y volvió a introducirla hondamente en la vagina.
Resistiéndose a pensar que tanta dicha junta fuera a causa de su ignorancia del verdadero sexo durante toda una vida, no sólo aceptó esa alternancia en la que el hombre la penetraba violentamente por la vagina para luego hacerlo con el ano, sino que encontró un goce especial en masturbarse con tres de sus dedos cuando el hombre dejaba libre su sexo. Rugiendo como fieras y en tanto gozaba por las cachetadas que el hombre le propinaba en las nalgas, en medio de jubilosas exclamaciones de placer ambos encontraron la satisfacción, dando cabida en su útero a la descarga seminal del desconocido.
Riendo y sollozando de felicidad, se derrumbó en la cama y el hombre trepó hasta ella para abrazarla estrechamente desde atrás. Así, unidos por un único orgasmo, se dejaron estar diciéndose lindezas.
De vuelta en su casa, a pesar de haberse bañado en el jacuzzi del hotel junto al hombre, aun creía percibir en su cuerpo los aromas de aquel perfume barato y permaneció bajo la ducha durante más de media hora, mientras reflexionaba sobre lo imprudente de su conducta de horas antes. Daba gracias a Dios porque aquel desconocido se hubiera portado como un caballero y que, luego de satisfecho el apetito de su abstinencia no hubiera abusado de ella; como si fuera algo habitual, sin comentarios que la hubieran avergonzado, la condujo de vuelta al estacionamiento y, dejándola junto a su coche, había partido con la misma discreción con que apareciera.
Esa noche y sin necesidad de tomar la pastilla tranquilizante que la ayudaba a conciliar el sueño, se desplomó en su cama y durmió como hacía años no lo lograba. Al otro día y más calmada, hizo una introspección de lo que había sido su vida y llegó a la conclusión que lo sucedido el día anterior había sido consecuencia lógica de todo aquello. La soledad en que permanecía desde que sus hijos entraran en esa edad en que la independencia parecía ser una premisa más los negocios de su marido, que lo mantenían durante días y a veces semanas lejos de la casa, habían alimentado sus fantasías largamente reprimidas, sublimando esa necesidad de corroborar físicamente la hondura de su sexualidad.
El hombre, por suerte un desconocido, había ratificado que esa insatisfacción sexual que el paso de los años y la disminución de las relaciones potenciaban en su cuerpo, no eran meras especulaciones de mujer en franca madurez sino del reconocimiento de sus necesidades físicas y la materialización de las fantasías que poblaban su mente insomne. Su marido, realmente no tenía otra culpa que su pasividad ante las manifestaciones del sexo, a las que prestaba la atención mínima que la rutina le exigía.
No era desagradable, ni mal esposo. Daniela sabía que él la amaba como ella a él pero esa había sido siempre su manera de manifestarse sexualmente y, realmente, debía de creer que era la correcta. Por supuesto, ella tenía su parte de culpa, ya que se había conformado con aquello y nunca se había preocupado por tratar de saber más acerca del sexo. Sólo que en los últimos tiempos, unos extraños calores y sudores fríos que ella atribuyó a una precoz menopausia, concurrían junto a nocturnas micciones vaginales a incrementar un nuevo mundo de fantasías eróticas que poblaban su mente nublada por los somníferos.
Sus despertares no eran agradables. Amanecía con los camisones empapados por la transpiración a medio sacar y la bombacha exhalaba la fragancia acre de los jugos vaginales que habían manado y rezumado durante la noche. Ciertos amaneceres en que se encontraba sola, había intentado buscar el alivio en la masturbación que ni siquiera había practicado en su adolescencia, pero no sabía si, por esa falta de práctica o vaya a saber por qué razón, no la había satisfecho ni mucho menos encontrado la descarga húmeda del orgasmo.
Intima y sinceramente, tenía que admitir que el sexo practicado con el hombre la había elevado a una nueva dimensión sensorial y comprobado que eso era lo que había ansiado y esperado durante toda su vida. Lamentaba no haber tenido el coraje necesario como para pedirle otra cita, pero se conformó reiterando todas aquellas terribles penetraciones y con ellas en su mente consiguió doblegar al sueño.
Aguardaba ansiosamente el regreso de su marido con la esperanza de poder incitarlo a sostener relaciones más o menos similares que pusieran un matiz diferente en la rutina, pero su anhelo se vio truncado por una llamada telefónica de él, anunciándole su regreso recién para dentro de diez días. A la cólera que la arrebató esa noche, siguió el frío análisis de la situación y tomó una drástica decisión.
Masticando rabia por la descomedida falta de interés de su marido pero aceptando que la experiencia con el desconocido había roto los diques de la decencia liberando a demonios adormecidos en su cuerpo y mente, luego de dejar a sus hijos en el colegio, se “internó” en un reconocido centro estético en el que pasó buena parte del día. Era consciente de que no había prestado a su cuerpo la atención debida en estos años y que, aunque firmes, sus carnes lucían cierta adiposidad. Salvo alguna que otra crema humectante, su piel no recibía otro cuidado y sólo un mínimo respeto hacia el otro, hacía que mantuviera recortado su vello púbico que, de por sí no era demasiado abundante.
Así y durante horas, sometió su cuerpo a cámaras hiperbáricas, masajes con cremas para vigorizar el tono muscular, depilado profundo en axilas y sexo, más un “pulido” epidérmico para eliminar células muertas y dejar a su piel tersa y brillante. También el rostro recibió un tratamiento similar y para otorgarle mayor presencia al rostro, su largo cabello lacio fue peinado en forma tirante, culminando en una larga trenza vikinga.
Ya de vuelta en su hogar, cenó con los chicos y tras anunciarles que esa noche tenía una cena con ex condiscípulas del colegio, siendo muy posible que se quedara en casa de la anfitriona si es que se hacía muy tarde y regresara por la mañana, se vistió castamente con una larga falda de tejido telar y una polera de cuello alto pero, para facilitar las cosas a un potencial amante, no usó otra ropa interior que una pequeña bombacha de algodón.
Sintiéndose como un predador a la búsqueda de su víctima, recorrió rápidamente los dos supermercados más próximos para comprobar que la escasa gente que estaba comprando a esas horas no entraba dentro de sus expectativas físicas. Ella sabía, por haberlo escuchado en conversaciones en el club, que ciertas horas eran propicias para que hombres y mujeres en busca de aventuras sexuales consiguieran su objetivo recorriendo las solitarias góndolas de ciertos sectores donde la mercadería marcaba el nivel socio económico de los clientes.
Dirigiéndose al patio de compras más elegante de la zona, verificó que no estaba semi vacío como los otros y se veía a gran número de personas recorriéndolo. Orientándose hacia el área de bebidas alcohólicas, derivó lentamente hacia donde estaban las marcas más caras. Efectivamente, allí había personas que, por su porte y forma de vestir pertenecían a clases altas y, curiosamente, se encontraban solas, recorriendo como al acaso los estrechos pasillos.
Fingiendo interés por algunos tipos de champán, aprovechaba para echar un discreto vistazo a su alrededor y no tardó mucho en fijarse en un hombre que se comportaba de manera similar a ella. Aparentando indiferencia, recorrió con paso cansino la góndola, consiguiendo la atención del hombre. De los fugaces vistazos, pasaron a las miradas descaradamente sugerentes y pronto entrecruzaron discretas sonrisas de cómplice picardía. Cuando ella extrajo de su estante una botella de un fino champan, la sorprendió la modulación baja y varonil de la voz del hombre indicándole que aquella no había sido una buena cosecha.
Sacándole la botella de las manos y con la excusa de indicarle una elección correcta, la condujo hacia un rincón particularmente oscuro de la enoteca. Iniciando sutilmente una conversación aparentemente intrascendente, el hombre le enviaba mensajes velados sobre el interés que despertaba en él como mujer, mientras le sonsacaba información sobre su estado civil y residencia.
Consciente de hacia donde quería conducirla, se prestó gustosamente al juego respondiendo sinceramente sobre su condición de madre y esposa, dejando lo suficientemente en claro las frecuentes ausencias temporales de su marido y de cuanto le aburría el disponer de tanto tiempo ocioso. Establecidas esas premisas, parecía que sólo restaba salir del establecimiento, pero en ese momento se produjo la aparición alocada de una mujer.
Alta, muy alta, tenía la apariencia de una modelo y vestía como tal. Cubierta su cabeza por un fino chal, dejaba entrever el cabello cortado en cortos e hirsutos mechones renegridos que resaltaban la belleza del rostro. En realidad, no era bello sino atractivo, ya que sus facciones no eran regulares pero esa misma asimetría le otorgaba una esplendorosa seducción. Delicadamente ovalada, en la cara destacaba una nariz fuerte y recta de recios hollares y unos ojos verdes de marítima profundidad que, poblados por espesas pestañas negras, mostraban una misteriosa inclinación rasgada, reforzada por el ángulo de las delicadas cejas. La boca, generosa y dúctil, parecía estallar por la mórbida fecundidad de unos labios deliciosamente dibujados.
El largo abrigo no permitía distinguir las formas de su cuerpo pero Daniela presupuso que era discretamente delgada. Como una tromba se acercó a ellos y abrazándola como si la conociera de toda la vida, estampó un sonoro beso en su mejilla al tiempo que la tomaba del brazo.
Como protagonistas de una escena largamente ensayada, el hombre la aferró por el otro brazo y entre los dos, parloteando alegremente, la condujeron de prisa hacia la salida. Sorprendida pero complacida por haber concretado su “conquista” tan repentinamente, se dejó llevar hacia el automóvil de la pareja y los tres se acomodaron en el asiento delantero.
Daniela estaba paralizada por aquella circunstancia tan especial, ya que ni en sus mayores anhelos hubiera pretendido soñar ser “secuestrada” para participar en una relación de “menage à trois” con un hombre tan atractivo y mucho menos con tal portento de mujer. No era la estatura del hombre ni su fortaleza manifiesta lo que la intimidaba sino el tener que sostener una relación lésbica, cosa que conocía de nombre pero jamás había experimentado, ni siquiera en sus más fantasiosas imaginaciones.
Sentada en medio de la pareja, sentía el calor de la mano de la mujer apoyada en su muslo con aparente negligencia pero palpando en realidad la solidez de sus carnes y cuando el coche se internó por las calles oscuras que rodeaban al centro comercial, aquella acercó la boca a su cuello, exhalando un cálido vaho que la estremeció. Mientras los labios rozaban apenas su piel erizada, la mano ascendió por el abdomen para acariciar superficialmente los senos, consiguiendo con ello que sus pezones se endurecieran debajo del suave tejido de lana. Riendo quedamente ante el involuntario acezar de su boca, la mujer le dijo que estuviera tranquila y se acomodó plácidamente contra la portezuela.
No recorrieron mucho trecho hasta que el hombre introdujo el automóvil en un garaje cuyas puertas se abrieron automáticamente para permitirles el acceso a un amplio loft. Tomándola de la mano, la mujer la condujo a un sector iluminado en el que se veían distintos sillones de diferentes estilos rodeando a una mesa baja. En segundo plano y a unos diez metros, recortada por la luz que entraba a través de un amplio ventanal, se entreveía la silueta de una cama que aparentaba ser enorme. Indicándole que tomara asiento en un largo sillón Chesterfield de cuero negro, el hombre se quitó el saco y diciendo que iba a ducharse, les indicó que empezaran sin él.
Daniela no quería hacer evidente su inexperiencia en ese tipo de relaciones múltiples pero tampoco dar la impresión de ser una aventurera sexual. Sentada cuidadosamente en el borde del sillón, apoyó las manos cruzadas sobre la falda con una helada sonrisa de compromiso y permaneció estática a la espera de los hechos. Sacándose el chal, la mujer dejó al descubierto una mata de oscuros cabellos recortada en hirsutos y desparejos mechones que le otorgaba a la cara una expresión de salvaje masculinidad.
Al quedar libre del largo abrigo, expuso ante los ojos de Daniela toda su abrumadora desnudez, toda vez que sólo sus piernas estaban cubiertas por las largas cañas de unas botas “bucaneras” de cuero charolado y altos tacones. Era tal la contundencia de sus formas que Daniela no pudo evitar contemplarla con subyugada atención.
Aun sin los tacones, mediría fácilmente un metro con ochenta y sus formas equilibradas tenían esa misma abundancia; los senos, que colgaban como dos largas peras oscilando gelatinosamente ante cualquier movimiento, exhibían unas grandes aureolas oscuras de más de cinco centímetros pobladas por abundantes gránulos y en su vértice, nacían unos pezones rosados, largos y gruesos. El abdomen se hundía en la trabajada musculatura de una atleta y, bajo la escueta comba del vientre, un abultado Monte de Venus presidía la colina de la vulva dominada por un clítoris llamativamente grande. Las sólidas caderas sostenían la prominencia de unos glúteos redondos y plenos, fruto de horas de gimnasio y se apoyaban en las piernas que, largas y torneadas se perdían en la charolada vaina de las botas.
La expresión admirada de Daniela no escapó a la atención de la mujer, quien se acercó a ella y sentándose a su lado, exhibió una cálida sonrisa de lujuriosa picardía. Extendiendo un largo dedo de su fina mano, dejó que el filo de una uña recortada y sin esmalte, trazara una delicada curva desde las sienes hasta debajo de la barbilla. Ese contacto no la había lastimado, pero la electricidad que conllevaba conmovió a Daniela, colocando un intenso cosquilleo en su zona lumbar.
Mientras ese dedo inquisitivo recorría su cuello y se hundía debajo del alto cuello del suéter, la mujer le susurraba al oído que no tuviera miedo y se dejara llevar por el impulso de sus emociones. Al tiempo que le pedía que la llamara Julia, comenzó a levantar la prenda y, tras comprobar complacida la ausencia de corpiño, con suma delicadeza la retiró por sobre su cabeza, poniendo cuidado en no estropear la larga y gruesa trenza que colgaba en su espalda.
Una especie de hipar angustiado sacudía el pecho de Daniela, haciendo que sus senos se agitaran al compás del jadeo y, cerrando los ojos, no se resistió cuando la mujer la condujo a apoyarse en el hueco que formaban el respaldo y el brazo del sillón. Recostada de esa manera, Julia comenzó a desabrocharle la falda y después de quitársela por los pies, contempló arrobada el cuerpo tembloroso de Daniela que, más adulta que ella, evidenciaba una total ignorancia del sexo entre mujeres.
Recostándose a su lado, dejó a los dedos la tarea mortificante de acariciar con levedad de pájaro todo su cuerpo, extasiándose con los movimientos convulsivos de esa nueva amante que evidenciaba estar tan angustiada como anhelosa por el goce sexual. Gimiendo queda y roncamente, Daniela abrió los ojos y clavándolos en los de Julia, estableció una corriente de deseo animal que la llevó a expresar su contento con una tímida sonrisa de asentimiento. Aliviada por la pronta aquiescencia a su requerimiento, Julia acercó su cara y los labios se posaron sobre los suyos en el ensayo de un beso fugaz.
La humedad del beso esbozado pareció relajar la última resistencia instintiva y su boca se entregó de lleno a la tarea de besar y ser besada con irritante lentitud mientras las lenguas se entrecruzaban intercambiando salivas. Las acciones parecían desarrollarse en cámara lenta y esa misma lentitud fue la que enardeció a Daniela, quien tomando por primera vez la iniciativa, aferró entre sus manos el rostro de la mujer y entonces la boca se dedicó a besarla con besos largos y profundos que evidenciaban la excitación que la habitaba. Gimiendo y ronroneando palabras ininteligibles, abría su boca desmesuradamente y atrapando con los labios a los mórbidamente dúctiles de la mujer, los succionaba con gula al tiempo que sorbía el jugo caliente de su saliva fragante.
Sintiendo próximo el calor de su cuerpo y los pechos rozando los suyos, envaró su cuerpo y lo envió al encuentro con el otro mientras sus brazos rodeaban a la mujer, estrechándola contra ella. Ambas parecían desesperadas por ser satisfechas y satisfacer simultáneamente y así, entrechocando las carnes que iban cubriéndose de sudor, deslizaron sus manos acariciantes por recovecos y rendijas inexploradas, restregándose una contra la otra con perezoso deleite.
Daniela nunca había supuesto que el ser besada y acariciada por otra mujer iba a proporcionarle esas nuevas sensaciones de dulce placer como jamás experimentara y mucho menos la dicha que sentía al hacer lo mismo con ella. Unas ansias locas la poblaban y su cuerpo corcoveaba en ondulantes movimientos, estregando su piel transpirada contra la de Julia. Al ver el entusiasmo de su nueva amante, la mujer centró el accionar de sus manos en los pechos y mientras los dedos sobaban y estrujaban los senos que iban cobrando dureza, la boca bajó en su auxilio.
En tanto que los dedos apretaban las bases de las aureolas elevándolas, la lengua las fustigaba en trepidante agitación, cubriéndolas de la saliva que los labios recogían en su sorber. Casi con crueldad, las manos ceñían al seno y la boca se esmeraba en chupar y mordisquear con el filo romo de los incisivos a los pezones. Daniela sentía una nueva especie de revolución hormonal estallando en sus entrañas mientras invisibles serpientes nerviosas recorrían rincones de su cuerpo insensibles hasta el momento. Asiendo los cortos mechones negros de la cabeza de Julia, en forma involuntaria, instintiva y animal, fue empujándola hacia abajo.
Las manos de la mujer ya habían transitado alrededor de la entrepierna, en tanto que la boca escarceaba lamiendo y chupeteando en los huecos del abdomen y, conforme bajaba por el vientre, los dedos comenzaron a escarbar por debajo de la tela mojada de la bombacha, corriendo la prenda hacia abajo. Las manos de Daniela colaboraron con ella y encogiendo las piernas se la quitó. Acomodándose entre ellas, Julia las separó aun más y mientras los dedos acariciaban el bulto de la vulva, la lengua, chata y aplanada como una pala carnosa se deslizó de arriba abajo a lo largo del sexo haciendo ceder a los labios mayores.
A pesar de no ser la primera vez que le realizaban sexo oral, la mujer tenía cualidades y virtudes desconocidas que la hacían temblar por la excitación. Retrepándose en el sillón para que su espalda quedara apoyada sobre el tapizado, Daniela hincó la cabeza en la amplia curva del respaldo dándose impulso para menear las caderas y sus manos asieron la cabeza de la mujer para estrellar su boca contra las carnes de la vulva. Comprendiendo su ansiedad, Julia entreabrió con dos dedos los retorcidos pliegues interiores y el óvalo rosado quedó expuesto ante sus ojos. Alucinada por esa vista que se le antojaba apetecible, emitió un ronco bramido de satisfacción y la lengua se dedicó a lambetear, vibrante, la húmeda cavidad que le permitía acceder al pequeño hoyo de la uretra y a la cavernosa apertura de la vagina que palpitaba con un movimiento casi siniestro de sístole y diástole.
Tremolando como la de una serpiente, la lengua escudriño a todo lo largo de la lisa superficie y mientras el dedo pulgar frotaba al semi erecto clítoris, escarbó en el insinuado hueco y, envarándose, rígida y fina, penetró la vagina. Las sensaciones de Daniela eran tan fuertes que la misma ansiedad la hacía iniciar movimientos que simulaban una huida; aferrándose con las manos echadas hacia atrás al ancho respaldo, apoyó los pies en el asiento y arqueó el cuerpo, ofreciendo su sexo dilatado al apetito de la mujer. Soliviantada por la pasión, Julia se arrodilló para convertir a la boca en una ventosa carnívora, encerrando entre labios y dientes las crestas retorcidas. Lamía, chupaba, mordía y zarandeaba los tejidos mientras sacudía la cabeza con la gula de un animal carnicero.
Los ayes complacidos de Daniela se hacían estridentes y alcanzaron su máxima expresión cuando la mujer, encerrando entre labios y dientes al clítoris, introdujo dos de sus largos dedos dentro del canal vaginal. Con la exactitud de un experto, los dirigió al sitio preciso en que se producía el abultamiento en la cara anterior y comenzó a restregarlo concienzudamente con las yemas.
Combada como un arco y con todo su peso puesto en los hombros que resbalaban sobre el cuero, Daniela ciño con los dedos sus propios senos y las uñas se dirigieron a excitar la sensibilidad de los pezones al tiempo que le suplicaba a la mujer que incrementara la penetración para hacerle alcanzar ese orgasmo tan deseado. Demostrando que su musculatura era producto del ejercicio, Julia la tomó por los muslos y la arrastró hasta hacerla quedar totalmente acostada sobre el asiento.
Afirmando su pie izquierdo sobre la alfombra, se ahorcajó invertida sobre ella con la rodilla derecha junto a su cuerpo. Abrazada a los glúteos, dejó que la boca volviera a alojarse sobre el irritado clítoris y su pelvis, dilatada por la apertura de las piernas, fue descendiendo lentamente sobre el rostro de Daniela. Esta nunca había visto un sexo femenino y su vista la encandiló al tiempo que su olfato era herido por un olor a salvajina que extravió sus sentidos. La boca de Julia hacía prodigios en su sexo y ahora eran tres los dedos que la penetraban.
Enceguecida por el goce y la pasión, contagiada por la misma histérica necesidad de la mujer, asió los torneados muslos y dejó que su boca tomara contacto con los ennegrecidos pliegues festoneados que le dejaban adivinar el rosado intenso del interior. El sabor esperado no le produjo el asco que presumía y al degustarlo, lo sintió derretirse como un almíbar levemente ácido en su garganta. Embelesada con aquello que debería suponérsele asqueroso e imitando a su circunstancial amante en todo, dejó que labios y lengua se adueñaran de tan maravilloso antro de placer.
Ella misma hubiera jamás admitido las cosas que hacía ni las que estaba dispuesta a realizar y, sometiendo al largo clítoris de Julia entre sus labios, deslizó dos de sus dedos dentro de la vagina. La suavidad, la cualidad de las mucosas que la lubricaban, ese calor intensamente inédito que la carne trasmitía a sus dedos la fascinaban y, sintiendo un goce desusado en someter a la mujer, se dejó llevar por su apasionamiento para fundirse en un solo cuerpo y un solo deseo aglutinados.
Los dedos de la Julia ya no se contentaban con la penetración a la vagina y mientras los dientes raían exquisitamente al clítoris, dos dedos de la otra mano se fueron introduciendo lentamente en el ano para iniciar una especie de duelo con los otros al restregarse apretadamente a través del delgado tejido membranoso que los separaba. Ambas mujeres rugían, gemían, maldecían y se prometían los más fantásticos placeres en medio de las salvajes arremetidas de sus cuerpos, cambiando de posición, ora arriba, ora de costado y ora debajo, cuando Daniela, que ahora se encontraba acaballada sobre Julia, sintió como aquella abandonaba su sexo y la boca era reemplazada por la cabeza de una verga.
Aquello significaba el comienzo de lo que buscara primigeniamente en el hombre y, terriblemente arrebatada por el deseo de ver concretado el alivio a su necesidad, alzó aun más la grupa para recibir ese falo que tanto precisaba.
Su murmullo aquiescente a la penetración, se convirtió de pronto en un angustioso reclamo de dolor. Tras la ovalada cabeza, el tronco se ensanchaba de manera monstruosa, con un grosor y un largo que destrozaba los delicados tejidos del canal vaginal. Conociendo solamente los falos de su marido y de aquel hombre de días atrás, suponía que eran del tamaño adecuado para hacer gozar a una mujer pero aquella verga echaba por tierra todas esas especulaciones. En la medida en que se deslizaba sobre las espesas mucosas, sentía el sufrimiento de las excoriaciones y laceraciones que rasgaban su piel pero junto con el terrible dolor sentía nacer desde lo más recóndito de su ser una serie de emociones lujuriosas que la hacían disfrutar del martirio.
Debajo de ella, Julia acompañaba el accionar de su marido acariciando con los dedos y lamiendo el área periférica al sexo sin dejar de excitarla con los dedos en el ano. Era tal el placer que ellos le daban, que Daniela sintió la necesidad imperiosa de agradecérselo y entonces su boca y dedos se esmeraron en sojuzgar el sexo de la mujer, sorbiendo y deglutiendo como si fueran un elixir sus abundantes eyaculaciones glandulares. El largo falo finalmente traspasó al cuello uterino y los testículos del hombre golpearon contra su sexo. Lentamente, consciente de lo que la verga desmesurada ocasionaba a sus carnes, el hombre comenzó a retirarla hasta que ella sintió el alivio de su ausencia.
Observando el latir de la entrada a la vagina, el hombre volvió a penetrarla con la misma morosidad y ese proceso, deliciosamente doloroso, continuó por un rato en el que Daniela sintió gestarse en su vientre los espasmos y contracciones que precedían al orgasmo. La lengua de Julia se multiplicaba en azotar tanto al clítoris como al tronco del falo y aquello le provocó tal angustia que su boca abierta capturó al sexo todo de la mujer como si quisiera devorarlo con intensos chupeteos y hondas succiones mientras sus dedos entraban y salían enloquecedoramente de la vagina de Julia que rezumaba los fragantes jugos de sus entrañas.
La intensidad de la penetración ponía un rugido en su pecho que al hombre no le pasó desapercibido e intensificando el vigor, sintió como la vagina de la mujer se dilataba y contraía mientras del útero surgían verdaderas oleadas de mucosas y ella alcanzaba el anhelado orgasmo, pero, sin darle tiempo a relajarse, la tomó por las caderas y la arrastró hacia la mesa ratona próxima a ellos. Acostándola boca arriba y tomando sus tobillos, le encogió las piernas hasta que las rodillas quedaron a cada lado de la cara y así, manteniendo su sexo casi horizontal, alojó su boca entre los inflamados tejidos.
La lengua no tenía nada que ver con la de su mujer. Larga, gruesa, dura y áspera, fustigaba los retorcidos pliegues ennegrecidos groseramente hinchados y al tiempo que enjugaba sus flujos internos, se introducía totalmente dentro de la dilatada vagina que con sus carnes intensamente inflamadas lo invitaba a someterla. Hipando y semi ahogada por la fatiga que le hacía buscar desesperadamente un poco de aire, Daniela no daba crédito a su propio contento por la soberbia excitación a que el hombre la conducía. Sintiendo un escozor como jamás experimentara en sus riñones, de su boca salían palabras de aliento hacia quien le daba tanto placer y sus manos aferraron las corvas para acentuar aun más la exhibición del sexo.
Al fuerte lengüeteo se sumó la tarea de los gruesos labios que encerraron sus crestas carnosas, chupeteándolas con una intensidad inusitada que arrancaba gemidos complacientes de la joven y, cuando se aplicaron a succionar sañudamente al clítoris, dos gruesos dedos penetraron la vagina y, engarfiados, rascaron el interior en una rotación que la obnubiló. Con los pies enganchados debajo de sus axilas y aferrada con los dos manos al borde de la mesa, impulsaba su cuerpo contra esa boca que le proporcionaba tan maravilloso goce en tanto que de su boca escapaban frases ininteligibles en la que asentía enfáticamente y le rogaba al hombre que no cesara en su porfía, cuando la boca de Julia buscó la suya y las dos se enzarzaron en una frenética batalla de lenguas y labios.
Mientras el hombre introducía al enorme falo nuevamente en la vagina, la mujer le ofreció sus pechos que ella estrujó con dureza, en tanto que su boca se adueñaba de la áspera superficie de las aureolas y se extasiaba chupando los pezones con avidez. Con una pierna apoyada sobre la mesa, el hombre había encontrado una posición arqueada de inconmensurable fortaleza y la verga se deslizaba verticalmente en sus entrañas en un vaivén enloquecedor.
Contagiada por la promiscua incontinencia de la pareja, sentía gestarse en su pecho los más salvajes deseos y recibió encantada a la mujer cuando aquello se arrodilló sobre la mesa y dejó que su sexo llegara sólo a centímetros de la boca de Daniela. Asiéndose a sus muslos y aspirando con fruición los aromas vaginales, deslizó su lengua a lo largo del sexo de Julia y merced a su ondular llegó a escarcear sobre los fruncidos esfínteres del ano. Enardecida, disfrutaba de la demoníaca penetración del hombre y expresaba su satisfacción saciando su sed en las húmedas carnes que lucían ennegrecidas e hinchadas.
Sus manos aferraron las nalgas de la mujer haciendo que la hendedura entre ellas se pronunciara dejando expedito el camino para que su boca se posesionara del sexo, lamiendo y chupándolo desde el clítoris hasta la negra apertura del recto, ahora dilatada para recibir a la lengua en su interior. Mientras ella ondulaba su cuerpo para recibir toda la inmensidad de la verga, Julia y el marido se trabaron en una ruda lucha de besos y lambeteos en tanto que él sobaba y estrujaba sus senos con sañuda crueldad.
Durante un tiempo sin mensura, Daniela disfrutó de aquella cópula bestial hasta que, por los gemidos y los espasmódicos movimientos de su cuerpo, comprendió que Julia se hallaba a punto de eyacular y absorbió con gula las mieles del néctar bendito de sus entrañas, deglutiéndolo hasta que la mujer salió de encima suyo y el hombre suspendió transitoriamente el coito.
Haciéndola poner de pie y acostándose él boca arriba en un ángulo de la mesa, la invitó a penetrarse con el falo. Urgida por su propio deseo, se ahorcajó sobre ese cuerpo y, acuclillándose, se dejó caer lentamente hacia abajo, sintiendo como la inmensidad de la verga la penetraba hasta que los labios dilatados de su sexo chocaron contra la pelambrera púbica del hombre. El la asía de la cintura propiciando el vaivén de su cuerpo y ella inició un lento galope en el que la inmensa barra de carne se movía aleatoriamente raspando la vagina.
Aferrada a los nervudos brazos, encontró un juego de movimientos que le parecieron fascinantes; flexionando las rodillas, imprimía al cuerpo un desplazamiento ondulatorio de adelante hacia atrás que combinó con un meneo rotativo, similar al de una indecente danza del vientre. El príapo descomunal escarbaba en sus entrañas de una manera como jamás otro lo hubiera hecho y ese mismo martirio le provocaba las reacciones más dispares; tanto gemía dolorida mordiéndose los labios en medio de sollozos, como sonreía beatíficamente al sentir la hondura del roce y llevaba una mano al sexo para excitar al clítoris con los dedos.
Durante un rato, los dos se empeñaron en la magnífica cópula y cuando Julia regresó al cuarto, la encontró arrodillada entre las piernas abiertas de su marido, masturbando y lamiendo la gran verga. Acomodándose a su lado e intercambiando sonrisas de cómplice concupiscencia, le indicó que se ocupara del falo mientras ella lo hacía con los testículos y el ano. Así, Julia lengüeteó y chupó la arrugada piel de los testículos, en tanto que su lengua progresivamente fue instalándose en el ano para llenarlo de saliva y escarcear con la punta en el orificio, mientras Daniela, escuchando los bramidos satisfechos del hombre, fue chupeteando con angurria sus propios jugos que bañaban la verga, ascendió por el tronco, fustigó en el surco debajo del glande y, casi con reverencia, introdujo la ovalada cabeza en su boca.
Al principio introdujo solamente el glande y, ciñendo fuertemente los labios ejerció un suave vaivén que la satisfizo, pero en la medida en que sus dedos resbalaban en la masturbación sobre la saliva que excedía la boca, cobró un grado tal de excitación que, a despecho del inédito grosor de la verga, fue introduciéndola hasta experimentar el roce en su garganta y entonces, inició un ir y venir que fue llevando un escozor insoportable a su sexo. Cuando el hombre les anunció que estaba próxima su eyaculación, entre las dos chupetearon el glande y lo masturbaron alternativamente hasta que de la verga comenzó a surgir en verdadero manantial. Julia no sólo le cedió el privilegio sino que condujo su cabeza para que la boca no pudiera abandonar un instante al falo y la melosa cremosidad agridulce del semen se derramara por entero dentro de la boca, obligándola a que la tragara sin remedio.
Aferrando su cabeza entre ambas manos, Julia se apoderó de la boca y, jugueteando con la lengua entre sus labios fue sorbiendo los restos del esperma. Arrastrándola consigo hacia un sillón individual, se dedicó tesoneramente a besarla con avariciosas ansias mientras las manos volvían a explorar su cuerpo sobando los endurecidos senos y, animándose a explorar más allá, los dedos se aventuraron entre los mojados labios de la vulva para introducirse luego en la vagina. Complacida con el jugueteo bucal y mientras respiraba anhelosamente por las fosas nasales, Daniela no podía dar crédito a cuanta libidinosidad se escondía debajo de su aparente decoro de ama de casa.
Exaltada por los besos y caricias íntimas de la mujer, ella misma se sintió compelida a responder a tanta generosidad y sus manos comenzaron a recorrer las musculosas carnes de su eventual amante, extasiándose en rascar y pellizcar rudamente sus aureolas y pezones. Los gemidos y los ayes de ambas mujeres se confundían en un solo reclamo y, cuando Daniela envió su mano a la búsqueda del sexo, se encontró que aquel lugar estaba ocupado por algo que, para ella, era inusitado.
Comprendiendo su sorpresa pero sin dejar de besarla y acariciarla, Julia le susurró al oído que se trataba de un consolador muy especial. Queriendo saber de qué se trataba, se despegó por un instante de su abrazo y pudo comprobar que la mujer calzaba en la entrepierna una especie de arnés del cual sobresalía una oscura verga, casi del mismo tamaño que la del hombre. Murmurando groserías en su oído, la mujer le prometía cuanto era capaz de hacerla disfrutar y, abriéndole desmesuradamente las piernas, apoyó la cabeza del falo en su sexo y empujó.
Tal vez fuera que su consistencia era más rígida o porque ella tenía despellejada la piel de la vagina, pero lo cierto era que le causaba tanto sufrimiento como si la estuviera desvirgando. Retrepándose en el sillón y con las espaldas apoyadas en el respaldo, colaboró con la mujer y la verga fue deslizándose lentamente dentro de la vagina. Su misma dureza le proporcionaba un placer no experimentado y, asiendo sus piernas por los tobillos para mantenerlas separadas, se dispuso a disfrutar la cópula. Apoyada en su torso y mientras la penetraba una y otra vez, Julia se apoderó de los senos estrujándolos con verdadera saña.
Enganchando las piernas sobre los hombros de la mujer y en tanto que aquella se inclinaba sobre ella, observó subyugada el oscilar de sus pechos colgantes y, no pudiendo contener su gula los aferró con las manos, estrujándolos para tirar de ellos acercándolos a su boca. Mientras incrementaba el hamacar de sus caderas asida al respaldar del sillón, Julia dejaba escapar roncas groserías referidas a las cosas que le realizaría y luego de expresar su satisfacción por la faena con que Daniela mordisqueaba sus pezones, comenzó a colocarla de costado.
Con una pierna encogida, dejó que la mujer estirara la otra, apoyándola sobre su hombro y, aferrada a ella, hizo de la intrusión un hecho total. La rígida cabeza del falo golpeaba rudamente la cervix y trascendía hasta el mismo útero, en tanto que un anillo de puntiagudas excrecencias elásticas en su nacimiento rascaba deliciosamente las inflamadas crestas de la vulva. El placer era tan intenso que su disfrute no la dejaba cerrar la boca y la abundante saliva que acompañaba a la excitación, manando entre los labios escurría hasta su mentón.
Inopinadamente, Julia salió de ella y, haciéndola incorporar, ocupó su lugar. Daniela tomó el escabroso falo artificial lamiendo glotona los jugos que lo mojaban y cuando hubo satisfecho su golosa avidez, se acuclilló sobre la mujer para conducir la verga hacia su sexo, penetrándose tan lenta como hondamente. Aferrada al respaldar, tomaba impulso para el ir y venir de su cuerpo, experimentando el delicioso martirio del falo en su interior. Ahora era Julia quien se ensañaba con sus pechos y la cópula adquirió carácter de demencial. Daniela se esmeraba en hacer que el miembro recorriera todos y cada uno de los rincones de sus entrañas cuando sintió un par de fuertes manos asiéndola por las caderas y el pene del hombre apoyándose sobre los fruncidos esfínteres del ano.
Trató de hacer un instintivo movimiento de escape pero, mostrándole su vigor, los brazos musculosos de Julia la estrecharon contra ella impidiéndole todo movimiento. En una mezcla de insultos y pedidos de excitada necesidad, les rogaba que no la hicieran sufrir, cuando el hombre aumentó la presión y la verga fue dilatando los esfínteres que, doloridos, parecían acentuar aun más su estrechez. La dimensión del dolor era sólo comparable al que sufriera en sus partos. Una lanza candente la recorrió de arriba abajo y, como respondiendo al estímulo de su alarido, junto a la lenta introducción del monstruoso miembro un placer dulce y loco la inundó.
Cuando todo él estuvo en su interior, Julia, que había permanecido quieta, comenzó un suave meneo de la pelvis y el tránsito de ambas vergas se le hizo insoportablemente dichoso. Exaltadas hasta la locura, las dos mujeres parecían fundirse la una en la otra a través de sus bocas, enzarzadas en una indescriptible batalla de lenguas y chupones que se acentuaron cuando Daniela sintió la calidez del semen inundando al recto y fue cayendo en el borroso y denso sopor de la satisfacción, alborozadamente eufórica por haberle encontrado un nuevo sentido a su vida.
Datos del Relato
  • Categoría: Orgías
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