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Mantis religiosa

El ascensor se detuvo en el piso octavo, y el teniente Soares salió de él. Tras una breve mirada al pasillo, se dirigió al apartamento D. En él ya estaban el sargento Estévez, un agente y un fotógrafo de la policía, tomando instantáneas digitales de la escena del crimen.

- Buenas noches, sargento -dijo Soares-. ¿Qué tenemos por aquí?
- Buenas noches, teniente -contestó Estévez-. Un asesinato sangriento, por lo que se ve.
- Vaya -el teniente se dirigió al fotógrafo-: oiga, ¿le queda mucho?
El fotógrafo se volvió, más bien mosca, y dijo:

- No, no mucho.
- Pues aligere.
- Bueno, hombre, bueno -rezongó el fotógrafo, y enfocó su cámara hacia la pequeña estancia.
La vivienda era un estudio, con una única habitación que compartían la cocina, la cama y una pequeña mesa de trabajo, con una consola de ciberespacio en ella. El teniente se acercó y la observó: no era un último modelo, pero era potente... en realidad no era ningún modelo en particular; se notaba que sufría ampliaciones regulares de las partes que se iban quedando obsoletas a medida que la tecnología en consolas avanzaba. Los drodos de conexión neuronal estaban tirados de cualquier manera entre una pila de papeles, una cartera, un monedero, bolígrafos, chips bancarios, un mini-equipo de música...

- Jefe, ya he acabado- dijo el fotógrafo
- Bien, pues entonces váyase -dijo el teniente-. Agente, usted puede irse también -le dijo al policía uniformado, que saludó y salió con el fotógrafo. Una vez solos, el teniente se dirigió al sargento.
- Otra mantis, ¿eh?
El sargento asintió, contemplando pensativamente los restos del cadáver sobre la pequeña cama. Había ropa tirada de cualquier manera por el suelo y sobre la única silla en la habitación.

- Así es -respondió el sargento-. Por lo visto se conocieron en un bar a dos bloques de aquí; ya he confirmado en las cámaras de vigilancia callejera que entraron por separado y salieron de él juntos hace tres horas. Tenemos imágenes buenas de ella: una drendoriana típica, con pelo largo y además las orejas ocultas bajo un gorro de lana.
- Esto va haciéndose cada vez más difícil de ocultar -dijo el teniente.
Hace veinte años, una nave superlumínica descubrió el sistema de Drendor cerca del agujero de gusano por el que volvió al espacio estándar. Drendor III tenía un clima similar a la Tierra y, lo que es más, una raza de seres humanoides; aunque no eran muy inteligentes. Sin embargo, eran capaz de hablar y de engañar a un humano con una fluida charla sobre temas casuales durante un tiempo, pues memorizaban frases completas y las decían en el momento adecuado.
La raza, por supuesto bautizada inmediatamente como drendorianos a pesar de que había otra raza inteligente, no humanoide, en el planeta, tenía dos sexos y un fuerte dimorfismo sexual: la hembra era notablemente similar a la humana (en realidad, la mayoría de las drendorianas eran realmente atractivas para un hombre), pero el macho era mucho más pequeño y débil, como un humano raquítico; y además no tenía brazos.

El teniente paseó la mirada por la habitación: fotos 3D de virtuactrices de moda en las paredes, libros de evasión en la estantería. Un típico técnico solitario; la clase baja de la ultra-tecnificada sociedad de mediados del siglo XXI. Carne de cañón para las sectas, los sicólogos, los políticos, los publicistas...

En realidad a los drendorianos no les hacían falta los brazos para nada: los machos nacían de las hembras y maduraban en dos meses. Lo que les faltaba en cuerpo les sobraba en el miembro sexual... a los dos meses, buscaban a, o eran encontrados por, una drendoriana, con la que se apareaban. Y allí se acababa su historia, puesto que, una vez consumado el acto o incluso durante el mismo, la drendoriana recuperaba las energías perdidas comiéndose a su pareja eventual. Comenzaba por la cabeza (los brazos no habrían hecho más que estorbar), y luego se comía el resto del cuerpo. Una vez descubierto ésto, algún biólogo historicista especializado en antiguos insectos les había dado el sobrenombre de "Mantis religiosas". Se divulgaron algunos documentales del siglo pasado sobre ellas, ahora extintas como la mayoría de las demás especies terrestres. No obstante, los científicos decían que éste comportamiento sería seguramente cambiado en breve por la selección natural, pues los machos comenzaban a escasear. En respuesta, continuaban los científicos, las hembras se habían hecho zalameras, encantadoras, cariñosas... pero aún no habían aprendido a no comerse a sus amantes. Claro, que también éstos deberían evolucionar para ser "reutilizables".

Fuera del cuchitril el cielo resplandecía con los reflejos de las luces de la ciudad, mientras el humo de los vehículos a gas natural ascendía para unirse a la eterna capa de nubes sobre ella. El sargento encendió un cigarrillo.

- Debería usted dejar de fumar -dijo el teniente, sin dejar de mirar hacia afuera-, es poco sano.
- Ya, pero a mí me gusta -dijo el sargento-. ¿Cree usted que lloverá éste año? -inquirió luego, siguiendo la mirada de su superior.
- Y yo qué sé -cortó este.
Quizás todo el asunto de los drendorianos no habría tenido mayor importancia de no haber traído la Tyrell Corporation varias hembras a la tierra, para estudiarlas por si servían de algo útil. Aprendían rápido, y pronto eran capaces de relacionarse con humanos de forma más o menos normal... bueno, en realidad sólo con hombres; hacia las mujeres demostraban una conducta totalmente agresiva. Sin embargo, los machos humanos estaban encantados de hablar con ellas; eran halagadoras, modestas, simpáticas... La evolución las había preparado para ello. Y, naturalmente, un día un grupo de ellas escapó, tras descuartizar a un biólogo recién graduado, de prácticas en la Tyrell. Hacía dos semanas de aquello, y éste era el quinto cadáver que se encontraba, semidevorado, con todas las trazas de haber pasado sus últimos momentos con una hermosa pero letal drendoriana.

Probablemente tendrían que acabar dándolo a conocer a la opinión pública. Al fin y al cabo, las drendorianas eran fáciles de detectar: tenían unas orejas descomunales. Nadie que lo supiese podría confundir a una de ellas con una humana, aunque llevasen un gorro o el pelo largo. Pero estaban en período preelectoral, y el jefe debía haber recibido instrucciones precisas de ocultar el asunto hasta después de los comicios; si no no se explicaba la reticencia en anunciar la situación.

- Teniente, mire ésto -dijo el sargento. Sostenía en las manos el terminal de información conectado a la central del ministerio del Interior, en el cual estaba inserta una tarjeta de identificación que el sargento había obtenido de entre el batiburrillo de la mesa. La pantalla decía que el fallecido, un hombre feúcho de treinta años llamado Christopher Johnson, trabajaba en la Tyrell Corporation, como biólogo ayudante en el área de Proyectos Especiales.
- ¿Cómo pudo éste tipo confundir a la drendoriana con una mujer? -se preguntó el sargento- En ese área todos conocían bien a las drendorianas... Estuvieron estudiándolas durante un par de meses.
El teniente volvió a echar una mirada a la habitación, a las virtumodelos en las paredes. Chris debía llevar una vida aburrida y solitaria. De pronto, una mujer hermosa le hacía caso en un bar...

- Quizás no la confundiese, después de todo -dijo el teniente.
- ¿Qué? -respondió el sargento
- Nada, olvídelo -dijo el teniente-. Bueno, avise al servicio sanitario; nosotros cerramos ésto y volvemos a la comisaría.
- Como usted quiera -dijo el sargento, encogiéndose de hombros.
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