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Preparando a Alita

Yo estudié la prepa en cierta ciudad de provincias, en una “prestigiosa” escuela de paga llena de chavitas lindas y alocadas pero educadas en la peor tradición conservadora.

Yo había llegado ahí luego de varios desastres escolares y triunfos de otra especie. Tenía 17 años contra los 15 del grueso de mis compañeros y era “popular” a pesar de ser casi el único que llegaba en camión y de no pertenecer a su medio social, “popular”, porque era el mejor jugador de ajedrez y el sheriff de la zaga central del equipo de futbol; también porque había leído más que todos ellos juntos y porque me saltaba impunemente (es que el cinismo desconcierta) las más absurdas del absurdo conjunto de reglas disciplinarias del colegio.

Así pues, tenía yo cierto pegue entre las chiquillas aquellas, pero yo tenía mi amante por fuera y no les paraba mucha bola, porque suponía que con ellas no pasaría de un beso, un toqueteo, como mucho una masturbación, y yo ya no estaba para esos trotes.

Alita era una de esas chiquillas que me ponían bonitos ojos y que yo no pelaba. Era linda y sexi. Coqueta y loquita. Morena de ojos verdes y larga cabellera negra, delgada y de buena figura. Pero tonta, inculta, fresa... fan de “timbiriche” (La porquería que entonces escuchaban). A pesar de esto yo le hubiera hecho caso, muy probablemente, de no ser todavía tan ingenuo y de no tener la amante que tenía.

Pero esta es la historia del viaje a Reino Aventura (así se llamaba, todavía). La escuela organizó el viaje y los alumnos de los dos grupos de cuarto año, casi en pleno, salimos en un camión antes de las cuatro de la madrugada, custodiados por tres profesores.

Como los críos se despedían de papis y mamis, fui de los primeros en subir al autobús. Me senté al lado de una ventanilla y me puso los audífonos, dispuesto a recuperar las tres horas de sueño que me faltaban. Pero apenas empezaban los acordes de la 40 de Mozart (con sir Neville Marriner) y yo cerraba los ojos cuando se sentó a mi lado la linda Alita.

Pensé “¿a quién le dan pan que llore?”, y empezamos a platicar. Ya en corto parecía mucho menos tonta que cuando estaba con los demás. Hablábamos en voz baja mientras Morfeo fue invadiendo al resto del camión. Platicábamos de música y de política: el país vivía por entonces los últimos estertores de las marchas contra el fraude electoral de 1988. Salinas estaba por tomar posesión de... pero eso no importa, lo que importa es que la chica sabía de qué le hablaba, lo que extrañó sobre manera aunque, a fin de cuentas, ella había acompañado a sus padres en la campaña del Maquío (por eso nunca la vi: yo andaba con Cuauhtémoc, of course).

El viaje duraría horas. Ya llevábamos más de una hora platicando. Me encantó enterarme de los avatares del panismo en mi ciudad y ella se oía interesada en lo que yo contaba. Nuestras caras estaban muy cerca una de la otra y en un momento, quizá buscado, quizá no, pero que debía llegar, nuestras manos chocaron.

Entonces empecé a acariciarle su mano, la palma de su mano. Ella dejó de contar lo que estaba contando y durante media hora o más nos acariciamos las manos, solamente las manos. Era para mi una sensación agradabilísima y novedosa la de seducir a una doncella, la de tocar a una chica linda, la de echarme una noviecita e ir a su ritmo...

Fue ella la que se acercó más a mi y me dio un suave beso en los labios, que fue como una descarga eléctrica. Yo la abracé y nos dimos un beso que ha de haber roto algún record olímpico, porque duramos una hora, fácil, hasta que empezó a amanecer. No pasamos más allá. Apenas le acaricié la cara y la espalda, la cintura, no más. Con la luz del amanecer algunos de nuestros compañeros empezaron a despertarse y Alita me rechazó. El resto del viaje lo hicimos platicando, comiéndonos con los ojos: estaba hermosísima con su falda escocesa (casi todas llevaban la falda de la escuela) y su ligera blusita blanca.

Paramos a desayunar en un MacDonald´s de Satélite. Mis principios gastronómicos me prohíben “comer” semejante basura, por no hablar de mis principios éticos, así que mientras mis legañosos compañeros saciaban sus apetitos yo me quedé en el bus. Por aquel tiempo estaba leyendo “Pantaleón y las visitadoras”, de Varguitas, y reía a mandíbula batiente cuando entró al vacío camión la linda Alita. Se acercó a mi, se sentó en mis piernas y me dio un beso. Para no ser menos yo metí mi mano derecha bajo su falda mientras ceñía su breve cintura con la siniestra.

Mi mano recorrió muy despacio su muslo, desde la rodilla hasta la ingle. Se fue estremeciendo mientras yo disfrutaba la suavidad de su piel y la firmeza de sus músculos. Mi mano subía acariciando, apropiando, mientras nuestras bocas se fundían en un largo beso. Cuando mi pulgar llegó a su ingle y rozó la tela de sus braguitas, ella se separó de mi, obligando a sacar mi mano. “Ya no deben tardar, Pablo lindo –me dijo-. No quiero que sepan aún... ¿podremos fingir?, ¿Te irás con tus amigos y yo con las mías?” Le dije que sí y ella se paró y volvió a bajar del camión.

Yo la vi bajar y me acaricié la verga por encima del pantalón, muy despacito, tratando de archivar para siempre en mi memoria el calor de su piel, la humedad de su boca, su sobresalto cuando mi mano se posó en su muslo. Lo seguí saboreando en el trayecto de Satélite al Ajusco, mientras mis compañeros hacían un gran escándalo en el camión. Lo seguí saboreando cuando fui de los juegos a la cerveza con mi grupito de habituales. A veces nos encontrábamos con el grupito en que iba Alita y yo le sonreía o ella me guiñaba el ojo.

Yo subía y bajaba acompañado de cuatro vatos y buscaba la manera de acercarme a Alita, lográndolo unas tres horas después de haber entrado al parque, cuando mi grupito y el suyo, formado por ocho chavas, coincidimos frente a los cochecitos chocones. Nos retamos unos a otras y subimos por parejas. de más esta decir que quedé con Alita... y le cedí el volante.

Sentado a su lado, fue ahora mi mano izquierda la que se apropió de su muslo, bajo su falda. Como en el bus, empecé por la rodilla y fui subiendo despacito, muy despacito, mientras ella, muy roja, apretaba con fuerza los dientes y el volante, mirando fijamente al frente. Mi mano fue subiendo sin prisa pero sin pausa. Dada la posición, era ahora el meñique el más cercano a su cuerpo y el primero en sentir la tela de sus bragas.

Esta vez no protestó o, quizá, no tuvo tiempo: acababa de llegar mi mano ahí cuando nos embistieron de frente, entre grandes carcajadas, Malu y Mila (llamémoslas así), dos regordetas amigas de Alita. Mi mano brincó hasta su pubis, cayendo sobre su monte de venus y, para mi sorpresa y júbilo, ella abrió las piernas y no protestó.

Lo que siguió no duró más de tres o cuatro minutos pero fue suficiente. Acaricié su monte de venus, con la suave tela de algodón entre mi piel y su piel. Busqué su clítoris y, no sin trabajos, lo encontré y empecé a trabajarlo, con cariño, con mucho cariño, mientras ella respiraba con fuerza y se ponía más roja, si cabe, y apretaba con tal fuerza el volante del cochecito que sus nudillos estaban blancos.

Cuando los carritos pararon, yo saqué rápidamente la mano y me desfajé la camisa para disimular la erección. Se empezaron a burlar de nosotros diciendo que éramos muy malos para conducir el juguetito, y yo argüí que había sido Alita, pero que, si me vieran, ya sabrían. Entre dimes y diretes nos volvimos a sentar para una nueva ronda, esta vez iba yo al volante.

Apenas el operador echó a andar el juego, Alita volteó a verme con una sonrisa pícara y puso su suave mano sobre mi paquete. Ahora era mi camisa la que ocultaba su mano. Pero pronto deduje que, más que corresponder, Alita quería conocer: no acariciaba, sino exploraba. Su mano abrió mi cremallera y buceó. Tocaba mi verga sopesando su textura y su tamaño, sus peculiaridades... yo me sentía morir y, a diferencia suya, que se había concentrado claramente en lo que mi mano hacía, yo me concentré en el juego. Y aún así, hubo un momento en que tuve que rogarle que parara.

Al bajar del juego los demás nos arrastraron a la Canoa Krakatoa y de ahí a otro juego, y a otro. Los amigos se reían y como al descuido tocaban las piernas, los hombros o las mejillas de las chicas, que se reían más fuerte aún. Sin besarla, sin tocarla más que mis amigos a las otras, yo lo hacía con Alita, para marcar mi territorio. Ni siquiera pudimos hablar aparte.

Así dio la hora de comer. Los profes nos habían citado a todos en una pizzería y aunque algunos quisimos oponernos, las chicas, que visiblemente empezaban a temer que podrían ir más allá de lo que “querían”, nos hicieron reunirnos con los demás.

Pero yo no podía más y antes de entrarle a las pizzas, desaparecí en un baño no muy cercano y sentado en el inodoro me sacudí la verga. La acaricié primero como lo había hecho Alita, recordando, para masturbarme después con la mano ensalivada: tenía que hacerlo, so pena de sufrir un derramamiento accidental en la siguiente tanda de fajes y agasajes, o de sufrir el consabido dolor de huevos.

Aliviado, regresé con el resto para llenar el buche y cotorrear el punto. Luego volvimos a los juegos y no tuve otra posibilidad de acercarme a Alita, aunque desde lejos nos mirábamos y nos sonreíamos.

A las cinco de la tarde estábamos citados en la puerta para ir al siguiente punto de la excursión: los niños querían conocer Perisur, y hacia allá salimos. Teníamos dos horas libres y luego cenaríamos. Yo esperé a que los compañeros corrieran a Liverpool, el Palacio o Sanborn´s, tiendas inexistentes en nuestra ciudad, y fue buena estrategia, porque sólo quedaron Alita, sus dos regordetas amigas.

Cuando nos quedamos solos les pregunté que si de verdad querían ir a ver chingaderas inútiles en los grandes almacenes. Alita preguntó qué alternativa ofrecía yo y los hice seguirme. Afuera tomé un taxi y le pedí que nos llevara a la ENAH, muy cerca de la cual hay una cervecería donde bien sabía yo que no nos harían identificarnos. El taxi era un vochito. Malu y Mili entraron y las seguí yo, de modo que Alita se sentó en mis piernas. Durante el breve trayecto aspiré el perfume de su cabellera y acaricié disimuladamente sus nalgas, de modo que cuando llegamos estaba, otra vez, cachondo.

La cervecería estaba vacía, quizá porque era lunes y la ENAH estaba en vacaciones intersemestrales. Nos sentamos en círculo, yo frente a la puerta con Alita a mi derecha, Malu a mi izquierda y Mili enfrente. Malu era regordeta y bajita, pero de bonita cara y Mili no estaba mal, aunque algo pasadita de peso.

Yo conocía al dueño, Pepe, y lo presenté a mis amigas. El tío nos sirvió una jarra de oscura y se acodó detrás del mostrador... ¿queréis saber qué siguió...? Pero acuérdense que sólo teníamos dos horas por delante.

pablotas72@yahoo.com.mx
Datos del Relato
  • Autor: sandokan
  • Código: 4308
  • Fecha: 11-09-2003
  • Categoría: Primera Vez
  • Media: 4.21
  • Votos: 56
  • Envios: 5
  • Lecturas: 3372
  • Valoración:
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
A mi siempre admirado Sandokan
invitado-A mi siempre admirado Sandokan 15-09-2003 00:00:00

Sandokan, con su gran maestría, hace vibrar hasta el paroxismo, al contarnos que su mano subía sumiendo Alita en el erotismo (Preparando a Alita)

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